El kéfir es un champiñón
Texto extraido del fanzine Fermentamos!
El 20 de diciembre del pasado año empezamos un proceso de fermentación con un scoby traído por Robert. La propuesta era hacer kéfir con leche materna que yo proporcionaba.
Durante la sesión:
Preparamos un bote de cristal limpio de tamaño mediano donde volcar la leche después de mi extracción.
Decidí extraer mi leche como parte del proceso vivo.
> Pensé que las colonias de microorganismos que fermentan la leche estaban allí vivas, a punto de pasar un proceso químico, una reacción, un cambio.
Los gránulos de kéfir estaban viviendo en un medio de leche de vaca.
Los enjuagamos en un colador metálico con el fin de preservarlos, neutros al nuevo medio.
Observamos la colonia limpia.
La volcamos en el bote de cristal limpio de tamaño mediano.
Hicimos Tempeh y hablamos de microscopios.
Acabé la extracción con 200 ml de leche materna.
Presentamos leche y colonia de microorganismos.
> Un cuerpo hormonado, lleno de procesos químicos, es una mujer que amamanta.
Cuidé del kéfir durante cinco días.
Durante esos cinco días Emma y mis hijas viajaron a Suecia. Era el proceso de destete. Durante esos días sólo extraje leche para la colonia. Vivíamos en un piso 12 muy cerca del mar y el cuidado del kéfir siempre fue matutino, con mucho sol. La fermentación se inició de manera delicada y sutil.
En el primero y segundo día, la bebida aparecía muy disociada de grasas y levemente picante.
El tercer día se reveló una textura más untuosa y dorada y el sabor se acentuó en acidez.
El cuarto día noté que mi producción de leche era menor a la misma hora del día. Empecé a conectar con una idea de final. Tomé una foto de la bebida pero no la bebí.
El quinto día no quise sacarme leche. Extrañaba mucho a mis cachorras y tenía pena.
Fuí a llevarle el kéfir a mi abuela. Ya no le podía alimentar más.
Mi abuela se puso feliz al verme.
Probó el kéfir humano y dijo: “está muy bien, tiene que ser buenísimo para cuidar a las niñas”.
Lavó la colonia y la presentó de nuevo a su antiguo medio de leche vacuna.
Hablamos.
Recuerdo un laboratorio.
La primera persona que me habló del kéfir fue mi abuela, en el contexto de su laboratorio. Su cocina era un proceso vivo de maceraciones, salazones, fermentaciones y ollas comunes que compartía con mi familia en un trasiego de pies ágiles.
Llevaba ya un tiempo enferma con problemas de estómago, experimentando con alimentos y remedios, y alguien le habló del kéfir como una bebida curativa.
En la memoria del relato, ella aún recuerda la persona que le regaló los gránulos, así como el aspecto que tenía el frasco: “Esa leche espesa me curaría, así que yo cuidaba con apego al bichillo y tomaba la bebida cada día”.
Hacía anotaciones sobre su estado, sobre los alimentos que había tomado o dejado de tomar ese día, así como sobre la cantidad de kéfir que tomaba y el momento del día de la ingesta. Conserva algunas de esas notas presentes en cuadernillos que usaba para hacer listas de la compra, anotar recetas o echar las cuentas de la economía de la casa.
Pronto empeoraría y, en un proceso hospitalario largo y tedioso, descubriría que mi abuelo la estaba envenenando con pequeñas dosis de matarratas.
Pero esa es otra historia. Y la misma. La historia de la mujer enfrentada a los cuidados eternos y desinteresados que queda relegada a un papel de ostracismo social y violencia. Así cómo la réplica generacional del hogar como un espacio silenciado y oprimido.
Esta historia me inunda como una infiltración silenciosa durante mi juventud e irrumpe como una tormenta durante la maternidad y la crianza. El silencio se vacía y queda la fermentación de la memoria. La memoria como un constructo, tanto en su dimensión individual como colectiva. Tengo recuerdos de cosas que no sucedieron, he mezclado la realidad con anécdotas que, por ser contadas muchas veces, han acabado mezcladas con aquellas que realmente he vivido. Me apego a ella, a su voz. Ruge el fermento y algo empieza a transformarse entre todas nosotras.
Mi abuela me habla de afectos. “Una mujer que me quería mucho me trajo el bote y un papel donde explicaba qué era el kéfir”. Saca el papel. Sus manos y el papel tienen más de cincuenta años sosteniéndose.
Los afectos están al amparo del feminismo
Las redes de cuidados ninguneadas por el sistema patriarcal, hermético en su visión empírica, han sido el ecosistema efervescente, vivo y matriz de la transformación.
Lee en voz alta, su voz amarillea como tomada por los microorganismos que están envejeciendo el papel. Creo que se reconocen en el rizoma de cuidados.
Silencio. “….te digo una cosa nenica, hay que tener fe en las cosas”
La creencia y la espiritualidad
Sin duda, existe un acercamiento espiritual. Quizás, en el caso de mi abuela, relacionado con la fe en el sentido más judeocristiano de la palabra, pero, en cualquier caso, es una conexión con una suerte de existencias desconocidas para ella y que sacan del foco el control antropocéntrico del conocimiento.
Juno se acerca para ver qué hacemos. El agudo de su voz es intensamente vivo y se empasta con la resonancia de la lectura de mi abuela, que aún nos sobrevuela. Imagino un arco sonoro de la vida: un archivo vivo. Una experimentación mutable.
La propia experiencia de fermentación de mi abuela, puesta en contraste con diferentes experticias de vecinas y amadas, generó un nuevo método de tomas y cuidados que después ella compartiría conmigo. Quiero tomar una foto, pero mi hija se aleja de un brinco y se va. Hay un gesto urgente, que reconozco en mi mirada a través de la cámara, que tiene que ver con la recolección de una memoria cultural, de un patrimonio enterrado por los procesos industriales. Pero en la inmediatez de la mirada sólo quiero retener su seseo, su parla cantarina y sus manos cercas de las mías.
Supervivencia
El mismo proceso de transmisión, en sí mismo, conlleva una conexión de ecosistemas vivos humanos y no humanos en mutación, variables e imprevisibles que nos hace reflexionar sobre el poder, la gobernanza, las alianzas y la supervivencia. Deja el papel sobre sus piernas un momento, sin soltarlo atiende a la llamada de la pantalla que le habla más alto que yo. Quiero hablarle del colapso, de un futuro posible, de una transformación. Del sentido simbólico de la fermentación como una apertura a los sistemas de trabajo que parten de la comunidad, de la observación fina y de los cuidados.
Quiero decirle que ella tomó la oportunidad constante de ser Madre, de ser hez de mosto, vino o vinagre que se sientan en el fondo de la cuba. Que ella es tinaja y mujer anciana que en su cauce colabora al fluir de las aguas.
Autora Sarai Cumplido